¿Cómo se vinculan la salud, la enfermedad y la literatura? Se buscan las respuestas -o más preguntas- en los talleres de reflexión, creación, narrativa, encuentro de amigos que propone el doctor Hernán Barreda, en Buenos Aires.
Una invitación a reunirse para explorar la ciencia de las letras y el arte de curar.
Médico y escritor.
¿Te acordás cuando andabas en bici por tu barrio, todas las horas, todas las calles? ¿Te acordás de la banda que te acompañaba en otras bicis o parados en los pedalines de la tuya, rumbo a la plaza, al playón de la escuela después de las cinco, al misterio terrible y adictivo de la casa abandonada? Y ahora, ¿alguna vez arriba de tu bici agarraste el hombro de un amigo sobre su bici y reemplazaron la pedaleada por un impulso intermitente de uno sobre el otro? Si lo hiciste aunque sea una vez, ya lo tenés. Sino, te cuento cómo funciona: una vez tomado el manubrio con una mano y con la otra el hombro de tu amigo, hacés fuerza impulsándote hacia delante –impulsándolo hacia atrás- y justo cuando la tensión haría que se separen dejándote ir –dejándolo atrás- es tu compañero quien se impulsa de tu hombro hasta la próxima tensión. Así, forever.
Algo de eso hay en la enfermedad (que llega a nuestras vidas intentando dejar atrás situaciones y afectos que no toleramos, impulsándose con el malentendido de una ventaja), en la salud (que nos promueve a lo mejor de nuestro ser y estar en lo que amamos pero nos retiene cuando nos taramos en búsqueda de una salud como fin en sí mismo), en los grupos (que se nutre de la pulenta del compañero hasta que el ego corta el lazo entre los hombros para llegar primeros y solos a la plaza, un playón o la casa abandonada). Ese es el combustible del taller “enfermedad y literatura”.
Al principio nos reunió la misma picazón: mientras más sabemos menos entendemos de la salud, y de la enfermedad solo nos queda un mito que no se ajusta a lo que vemos y sentimos. Pero, ¿en qué cancha podían jugar Melchor desde su música, Gaspar desde su militancia social y Baltazar desde sus estudios físicoteóricos en medicina, y que ninguno sufriera la ley del orsai o, peor, que terminara el encuentro sin haber podido hacer tres pases seguidos? Teníamos que encontrar un barro en el que pudieran meter mano tanto los que venían de las ciencias naturales como los participantes que venían de las ciencias humanas. Sin caer en la crueldad –académica y universitaria- de traer al mejor representante de ambas ciencias, es decir, un enfermo voluntario y material, encontramos un lugar dónde existía un enfermo al que podíamos manosear y cuestionar todo lo que quisiéramos y que a su vez contenía lo que buscábamos: un síntoma hilado en la vida del enfermo. Hablamos del personaje literario.


Hace poco unos Yankees hicieron un estudio donde tomaron tres grupos de personas: al primer grupo les dieron a leer textos de ficción, al segundo grupo textos de no ficción y a los maderos de San Juan del tercero no les dieron nada. Luego evaluaron a todos con test’s que, palabras más palabras menos, evalúan la capacidad empática de una persona (para los interesados, esto puede estar alojado anatómicamente en las recientemente descubiertas Neuronas Espejo). Resultado: sin Gatorade bilardista, los que leyeron ficción ganaron por goleada.
Los encuentros son semanales y consisten en que uno o algunos de los participantes propongan un tema y usen un texto de ficción (en general y por la extensión es un cuento) como andamiaje en el que apoyar el tema. Por citar algunos ejemplos: ya nos sumergimos en El jardín de senderos que se bifurcan de Borges en busca del duelo y el tiempo discreto del síntoma; en La salud de los enfermos de Cortázar para entender cómo operan los emergentes vinculares de un síntoma o en El marica de Castillo que nos mostró como la actualidad de un dolor puede no seguir la crono-lógica.
Así en la tierra como en el cielo, así en lo material como en lo eidético, así en la enfermedad como en la literatura vemos al síntoma como la cosa nabokoviana que siendo transparente, todavía brilla por los destellos de un pasado actual. Decimos un pasado –y no el pasado- porque debajo del síntoma no palpita todo cuanto haya acontecido en las anteriores posiciones de las agujas en nuestros relojes de pulsera (si es que existen todavía), sino un pasado que se repite hasta la actualidad de manera anacrónica. En esa anacronía operamos cada semana cuando se nos eriza la piel y nos ronronea el alma ante las desventuras de un personaje en una página de Shakespeare del 1600, de Arlt o de Borges o de Fogwill del último siglo, o un poema de Casas de ayer, da igual. Si te sobra un hombro y querés salir a pasear sin pedalear, te esperamos.